Agua como Derecho Humano
Cuando observamos en la televisión imágenes en donde se presentan los esfuerzos de mucha gente para conseguir agua para beber o cuando vemos niños descalzos que conviven con riachuelos de aguas residuales que fluyen por las calles de sus pueblos, no podemos evitar una sensación de tristeza. No los conocemos, no tienen nombres y apellidos que los identifiquen, son solamente una muestra de los alrededor de 1.000 millones de personas que todavía no disponen de acceso a agua potable o de los más de 2.600 millones que carecen de un saneamiento básico. Paradojas de la historia, pues ya en tiempos de los romanos se disponía de agua gratis en la plaza pública, pasados dos mil años, en un mundo en el que la revolución telemática llega a cualquier rincón del planeta, disponer de agua y saneamiento es todavía una ilusión para muchas personas. Por eso, que se haya aprobado el pasado 28 de julio en la Asamblea General de las Naciones Unidas, aunque sea tras 15 años de debates y negociaciones, una resolución en la que reconoce el acceso universal al agua y saneamiento como un derecho humano es una de las mejores noticias de este verano, por más que se haya producido con la abstención de 41 países que han presentado objeciones, en cierto modo contradictorias con manifestaciones previas. En el acuerdo se pide a los Estados y organizaciones internacionales que aporten suficientes recursos financieros, que creen las capacidades necesarias y que transfieran sin dilación tecnología, en particular a los países en desarrollo; se les exhorta a que intensifiquen los esfuerzos para proporcionar agua (potable, accesible y asequible) y saneamiento para todos. En la misma resolución se recordaba la promesa que habían formulado los dirigentes mundiales, y firmado 147 jefes de estado y de gobierno en septiembre del año 2000, de reducir en 2015 a la mitad la proporción de personas que no disponían de agua potable y saneamiento, dentro de los Objetivos del Milenio (ODM), y que apremiaba el tiempo para cumplirla. Habrá que subrayar que si se lograse ya, se evitarían los fallecimientos de miles de niños por esta causa, que suponen cada año más muertes que el SIDA, la malaria y el sarampión combinados. Por eso el acertado mensaje “No es la falta de agua lo que mata, es el agua sucia” que Le Monde incluía el 29 de julio cuando comentaba la aprobación es un buen lema para recordar el problema social que globalmente hay planteado. Sabemos por experiencia que la sola aprobación de una resolución no resuelve los problemas actuales, ejemplos hay muchos en la historia. Sin embargo, constituye en sí misma un regulador de las intervenciones políticas y de las administraciones, tanto a escala mundial como de cada país o en comunidades próximas. Sin duda, pasado un tiempo tendrá su repercusión, en el futuro se recordará como un hito. Además, la decisión puede incentivar las herramientas de intervención que ejecutan ya varias oficinas de la ONU como PNUD o UNICEF y ONGs como Intermón y Alianza por el Agua, así como en otras iniciativas sociales. A la cooperación humanitaria en situaciones extremas que ésas despliegan –de alcance limitado pues sus recursos también lo son-, hay que añadir la mejora de la gobernabilidad del agua. Para reducir esas contingencias debidas a la falta de abastecimiento y a la mala calidad y deficiente manejo del agua, que han dejado de ser puntuales y ya son endémicas, se precisan proyectos globales a más largo plazo. El potencial transformador se hará más visible en aquéllos que garanticen una cantidad de agua vital (el fundamento de derecho humano frente a un bien económico) que asegure la satisfacción de las necesidades básicas y permita una vida digna. Para avanzar en esta dirección es imprescindible construir una estructura legislativa universal. Será útil en el momento que emplace correctamente a los ciudadanos frente a los poderes públicos que han de proporcionarle este derecho –algunos estados ya lo han incorporado a su Constitución-, y que pueda ser utilizada en las relaciones internacionales como arbitrio de las mismas y contrapeso de las ayudas o relaciones comerciales, aunque costará tiempo su consumación porque los ritmos políticos y sociales son diferentes en cada continente, en cada país. También es vital para ajustar las maniobras que desarrollan los grandes intereses comerciales ligados al “negocio del agua” que buscan apropiarse de los caudales económicos ligados al agua en los países pobres y ponen obstáculos a los acuerdos globales, como alertaban varios países americanos –principales impulsores de la iniciativa de derecho humano- y tampoco escondían periódicos como The Guardian en los días previos a la asamblea. Sin duda, muchas personas se sorprenderán de que el acceso al agua no fuese todavía un derecho universal reconocido, porque parece que va indisolublemente ligado al hecho de ser persona. No quedan tan lejos en España carencias similares, en alguna zona del este de la vieja Europa todavía permanecen. En algunos pueblos cercanos a las grandes ciudades españolas y muy próximos a los más caudalosos ríos, también en barrios marginales, no se disponía de abastecimiento y saneamiento hace 30 años y parecía un viaje al futuro lograrlo. Conseguirlo, poco a poco se ha resuelto casi plenamente, supuso para sus habitantes un gran salto en el tiempo, una sustancial mejora colectiva en su calidad de vida. Por eso, el apoyo a iniciativas en las que se promueva el avance de las condiciones de vida de los demás, aunque vivan lejos, es la mejor forma de saldar una deuda social. Pero sobretodo debe constituirse en un compromiso para quienes todavía crean que es imprescindible un mundo más equitativo y para lograrlo hay que seguir peleando.
Carmelo Marcén Albero Escritor y miembro de WASA-GN (Water Assessment & Advisory Global Network)
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